La vida viene de nuestros padres.
No sólo fluyó a través de ellos en el momento de nuestra concepción, sino que sigue fluyendo a través de ellos en todo momento.
Ellos son nuestra fuerza.
No importa si fueron "buenos" o "malos" progenitores: los padres son nuestras raíces.
Unas raíces siempre vivas en nuestro interior.
No siempre es fácil sentir esta conexión profunda y a veces vivimos en conflicto con ellos, pero luchar internamente contra los padres es luchar contra nuestra misma fuerza.
Un árbol que decida cortarse las raíces no va a poder prosperar.
Es conveniente tomar la fuerza de la vida a través de estas raíces fuertes.
Sentir que nuestra existencia es el resultado de un trabajo común.
Quizás difícil, pero común.
Podemos ver las dificultades del pasado como una injusticia personal o, en cambio, vivirlas como el milagro de una planta que nace entre las duras rocas del desierto:
Sus raíces han sido limitadas, la búsqueda de fuerza ha sido difícil, pero si el tronco vive es gracias al esfuerzo constante de estas raíces en un terreno árido.
Si una flor en el desierto es un milagro de la vida, así lo es también la sonrisa de un individuo adulto nacido en una familia en dificultad.
Un tronco no puede verse como un sobreviviente de sus insuficientes raíces y la semilla no tiene la culpa del terreno donde cayó. Si no se pudo sacar mucho del terreno es porque era una tierra difícil, no por incapacidad de las raíces.
Es inevitable agradecer los que nos sustentaron y nos alimentaron y reconocer su labor fundamental, necesaria y espectacular.
El éxito de la existencia no es individual: es un trabajo de equipo.
Si hoy tenemos la posibilidad de sonreír es gracias a todos los que permitieron nuestra vida.
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