Monday, 15 December 2025

cuento del pescador y su barca

En una pequeña aldea junto al mar vivía un pescador humilde y trabajador. 

Cada día se hacía al mar con su vieja barca, desafiando los vientos y las olas para traer alimento a su esposa y a sus hijos. Conocía las aguas como la palma de su mano y, aunque el mar podía ser cruel, también era su hogar y su sustento.


Una noche, sin embargo, una tormenta terrible lo sorprendió lejos de la costa. Los rayos partían el cielo y el oleaje devoró su barca como si fuera de papel. Luchó desesperadamente contra las olas, hasta que, agotado, la oscuridad lo envolvió. Despertó horas más tarde en la orilla, solo, temblando y sin fuerzas. Había sobrevivido por un milagro… pero su barca había desaparecido, y con ella, toda su vida.


Desde aquel día, el pescador no pudo acercarse al mar. 

El simple rumor de las olas lo hacía temblar. 

Su familia trataba de consolarlo, pero él sabía que, sin su barco y sin el valor para volver a pescar, estaban condenados a la miseria.


Pasaron semanas, y una noche, hablando con su esposa, dijo con voz baja pero firme:

—Solo hay una salida. Iré a la montaña sagrada. Allí vive el mago terrible, el único que puede arrancar el miedo del corazón.

Su esposa se echó a llorar.

—Dicen que nadie vuelve de allí.

—Lo sé —respondió él—. Pero si no lo intento, ya estamos perdidos.


Al amanecer, el pescador partió con lo poco que tenía. Caminó durante días hasta llegar al borde de un gran desierto que debía cruzar antes de alcanzar la montaña. El sol lo quemaba, el aire le rajaba los labios, y la arena le hería los pies. Cuando ya estaba a punto de caer, vio a lo lejos las torres de un palacio. Reuniendo sus últimas fuerzas, se acercó a las puertas y pidió un poco de agua.


El señor de aquellas tierras lo mandó llamar. Lo miró, polvoriento y agotado, y le preguntó qué hacía un hombre del mar en medio del desierto. El pescador le contó su historia: el naufragio, el miedo, la promesa del mago que podía curarlo. El señor lo escuchó asombrado.

—¿Te atreverás a ir hasta allí? —dijo—. Todos los héroes que lo intentaron murieron. Nadie regresa de esa montaña.

—No tengo elección —respondió el pescador—. Debo ir, aunque sea lo último que haga.


El señor, conmovido por su valor, ordenó:

—Entonces no cruzarás el desierto a pie. Te daré mi mejor caballo, el más rápido y noble de todos, y también un escudero que te acompañe. Que al menos no mueras de sed antes de llegar.


El pescador agradeció con profunda reverencia y partió de nuevo. Atravesaron el desierto durante varios días hasta que, a lo lejos, se alzó la montaña sagrada, oscura contra el horizonte. Un castillo en ruinas vigilaba su entrada, conectado por un estrecho puente de piedra.


Cuando el pescador quiso cruzarlo, un guerrero con armadura brillante le bloqueó el paso.

—¡Detente! —tronó—. Esta montaña está maldita. Soy su guardián, y mi deber es impedir que nadie se acerque.

—Debo pasar —dijo el pescador—. Busco al mago de la montaña.

—¿Estás loco? Nadie sobrevive a su encuentro.

—Lo sé. Pero necesito que me quite el miedo al mar y me devuelva mi barco. Si no lo hago, mi familia no sobrevivirá.


El guardián lo miró largo rato y, finalmente, dijo:

—Tu valor merece respeto. Si has decidido subir, no irás desarmado. Toma este escudo, esta espada, diez monedas de oro y este talismán. Tal vez te sirvan donde la fuerza no alcance.


El pescador aceptó los dones y siguió adelante. La subida se volvió cada vez más dura. En la falda de la montaña, un sabio anciano apareció sentado junto al camino.

—¿A dónde vas, forastero? —le preguntó—. ¿No sabes que más arriba solo hay muerte?

—Voy al encuentro del mago maléfico —respondió el pescador—. Solo él puede curarme del miedo y devolverme mi destino.

El sabio suspiró.

—Entonces escucha. Ese mago solo presta atención a quienes parecen dignos de su poder. Si quieres que te escuche, preséntate ante él como un rey.

Y le ofreció una capa sagrada, una diadema brillante y un atuendo real.

—Con esto te verá como alguien poderoso, y quizá te preste oído.


El pescador aceptó. Así, vestido como un monarca, montado en su magnífico caballo, con la espada, el escudo, el talismán, las monedas y su escudero, siguió ascendiendo hasta que, al fin, llegó a la cima.


Allí, entre la niebla, se abría una gruta profunda. El aire olía a muerte y a piedra vieja. En la entrada yacían esqueletos de quienes lo habían intentado antes que él. El pescador sintió que las piernas le temblaban, pero apretó el paso.

—He llegado hasta aquí —murmuró—. No puedo dar media vuelta.


Dentro, la oscuridad era total. Solo se distinguía una figura envuelta en una capa, inmóvil al fondo de la cueva. El pescador se acercó con el corazón golpeándole el pecho.

—Mago —dijo—, he venido a buscar tu ayuda.


Nadie respondió. Dio un paso más. La figura seguía sin moverse. Finalmente, levantó su espada y apartó la capa…

El mago no existía.

Ante él no había más que un esqueleto cubierto de polvo, los restos del ser temido durante generaciones.


Atónito, el pescador miró alrededor. Al fondo, una luz dorada iluminaba la roca. Siguió el resplandor y descubrió el secreto: un rayo de sol se filtraba por una grieta del techo y se reflejaba en montones de oro y joyas, un tesoro que llenaba toda la cámara. Aquella luz, confundida con poder sobrenatural, era la causa de las leyendas.


El pescador rió, incrédulo. Todo el terror del mundo había nacido de un esqueleto y un reflejo de sol. Cargó los cofres y las monedas en su caballo, ayudado por su escudero, y emprendió el camino de regreso.


Atravesó el desierto, cruzó el puente y volvió a la aldea como un rey: con capa y diadema, montado en el caballo más hermoso, seguido de su escudero y sus baúles de tesoros. Al verlo, el pueblo entero salió a recibirlo entre vítores y alegría.


—¡Ha vuelto! ¡El pescador ha vuelto del reino del mago! —gritaban.

Todos querían saber qué había pasado.


El pescador les miró con cansancio.

—¿Qué tal ha ido el viaje? —le preguntaron.

Y él respondió, desconsolado:

—Ha sido un desastre. El mago no existe. Sigo teniendo miedo al mar. Y nunca recuperaré mi barca.




-Massimo Pietrobon-



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